sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 7

El aerodeslizador desciende rápidamente en espiral sobre una ancha carretera a
las afueras del 8. Casi de inmediato se abren las puertas, se colocan las escaleras y
nos escupen al asfalto. En cuanto desembarca la última persona, el dispositivo se
pliega, y la nave asciende y desaparece. Me quedo con una guardia personal
compuesta por Gale, Boggs y otros dos soldados. El equipo de televisión consiste en
un par de robustos cámaras del Capitolio con pesadas máquinas móviles que rodean
sus cuerpos y los hacen parecer insectos, una directora llamada Cressida que se ha
afeitado la cabeza (tatuada con vides verdes) y su ayudante, Messalla, un joven
delgado con varios pares de pendientes. Tras una observación más atenta descubro
que también tiene un agujero en la lengua, que adorna con una bola plateada del
tamaño de una canica.
Boggs nos saca de la carretera a toda prisa y nos lleva hacia una fila de almacenes,
mientras un segundo aerodeslizador se acerca para aterrizar. En él hay suministros
médicos y una tripulación de seis médicos, a juzgar por sus inconfundibles
uniformes blancos. Todos seguimos a Boggs por un callejón que avanza entre dos
sosos almacenes grises. Lo único que adorna las maltrechas paredes metálicas son las
escaleras de acceso al tejado. Cuando llegamos a la calle, es como si hubiéramos
entrado en otro mundo.
Están trayendo a los heridos del bombardeo de esta mañana en camillas caseras,
carretillas, carros, sobre los hombros y en brazos; sangrando, mutilados e
inconscientes. Los lleva una gente desesperada a un almacén en el que han pintado
una torpe hache sobre la puerta. Es una escena sacada de mi antigua cocina, con mi
madre tratando a los moribundos, sólo que multiplicado por diez, por cincuenta, por
cien. Me esperaba edificios bombardeados, pero me veo frente a cuerpos humanos
rotos.
¿Aquí es donde piensan grabarme? Me vuelvo hacia Boggs.
‐ Esto no va a funcionar ‐le digo‐. Aquí no sirvo de nada.
Debe de verme el pánico en los ojos, porque se detiene un momento y me pone las
manos en los hombros.
‐ Sí que servirás, deja que te vean. Eso les hará más bien que todos los médicos del
mundo.
La mujer que dirige la entrada de los nuevos pacientes nos ve, tarda un momento
en reaccionar y se acerca. Sus ojos castaño oscuro están hinchados por la fatiga, y
huele a metal y sudor. Tendría que haberse cambiado la venda del cuello hace unos
tres días. La correa de la que cuelga el arma automática que lleva a la espalda se le
clava en el cuello, así que la mueve para cambiarla de posición. Hace un gesto brusco
con el pulgar para ordenar a los médicos que entren en el almacén. Ellos obedecen
sin rechistar.
‐ Ésta es la comandante Paylor, del 8 ‐dice Boggs‐. Comandante, ésta es la soldado
Katniss Everdeen.
Parece joven para ser comandante, treinta y pocos, pero su voz tiene un tono
autoritario que deja claro que no la nombraron por accidente. A su lado, con mi
reluciente traje nuevo, cepilladita y limpia, me siento como un pollito recién salido
del cascarón, sin experiencia y aprendiendo a moverme por el mundo.
‐ Sí, sé quién es ‐dice Paylor‐. Entonces, estás viva. No estábamos seguros.
¿Me lo imagino o hay un deje de acusación en su voz?
‐ Todavía no lo tengo muy claro ‐respondo.
‐ Ha estado recuperándose ‐explica Boggs, dándose unos golpecitos en la cabeza‐.
Conmoción cerebral ‐añade, y baja la voz‐. Aborto. Pero ha insistido en venir para
ver a vuestros heridos.
‐ Bueno, de ésos tenemos muchos ‐responde Paylor.
‐ ¿Crees que es buena idea reunirlos a todos ahí? ‐pregunta Gale, frunciendo el
ceño.
A mí no me lo parece, cualquier enfermedad contagiosa se propagaría como el
fuego por este hospital.
‐ Creo que es un poquito mejor que dejarlos morir ‐responde Paylor.
‐ No me refería a eso ‐replica Gale.
‐ Bueno, ahora mismo ésa es la otra alternativa, pero si se os ocurre una tercera
opción y conseguís que Coin la respalde, soy toda oídos ‐concluye Paylor, y me hace
un gesto para que entre‐. Vamos, Sinsajo. Y tráete a tus amigos, por supuesto.
Miro hacia el espectáculo circense que representa mi equipo, me preparo y la sigo
al interior del hospital. Una especie de gruesa cortina industrial está colgada a todo
lo largo del edificio formando un pasillo de tamaño considerable. Hay cadáveres
tumbados codo con codo; la cortina les roza la cabeza y unas telas blancas les tapan
la cara.
‐ Hemos empezado a excavar una fosa común a unas cuantas manzanas al oeste
de aquí, pero no puedo dedicar hombres a trasladarlos ‐explica Paylor.
Me agarro a la muñeca de Gale.
‐ No te apartes de mí ‐le susurro entre dientes.
‐ Estoy aquí ‐responde en voz baja.
Atravieso la cortina y es insoportable. Mi primer impulso es taparme la nariz para
evitar el hedor a lino manchado, carne putrefacta y vómito, todo empeorado por el
calor del almacén. Han abierto las claraboyas que cruzan el alto techo metálico, pero
el aire que consigue entrar no basta para disipar la niebla de abajo. Los finos rayos de
luz solar son la única iluminación y, mientras mi vista se acostumbra, distingo filas y
más filas de heridos sobre catres, palés y en el suelo, porque hay tantos que no caben
de otro modo. El zumbido de las moscas, los gemidos de dolor de los heridos y los
sollozos de los seres queridos que los atienden se combinan en un coro desgarrador.
En los distritos no tenemos hospitales de verdad, morimos en casa, lo que me
resulta una perspectiva mucho más deseable que lo que tengo delante. Entonces
recuerdo que muchas de estas personas habrán perdidos sus hogares en los
bombardeos.
Empiezo a notar cómo me baja el sudor por la espalda, cómo me llena las manos.
Respiro por la boca para intentar mitigar el olor. Empiezo a ver unos puntitos negros
y creo que me desmayaré en cualquier momento, hasta que veo a Paylor
observándome con atención, esperando a ver de qué estoy hecha y si habían acertado
al pensar que podían contar conmigo. Así que suelto a Gale y me obligo a avanzar
por el almacén, a caminar por el estrecho pasillo entre dos filas de camas.
‐ ¿Katniss? ‐dice una voz ronca a mi izquierda, entre el estrépito general‐.
¿Katniss?
Una mano se extiende hacia mí a través de la bruma y me agarro a ella para
apoyarme. Unida a la mano hay una joven con una herida en la pierna. La sangre ha
empapado los vendajes, que están repletos de moscas. En su cara se ve el dolor,
aunque también otra cosa, algo que parece completamente incongruente dada la
situación.
‐ ¿De verdad eres tú? ‐me pregunta.
‐ Sí, soy yo ‐consigo responder.
Alegría, ésa es la otra expresión; al oír mi voz se le ilumina el rostro, se le borra el
sufrimiento durante un instante.
‐ ¡Estás viva! No lo sabíamos. La gente decía que sí, ¡pero no lo sabíamos! ‐
exclama, emocionada.
‐ Acabé un poco maltrecha, pero ya estoy mejor ‐respondo‐. Igual que te pasará a
ti.
‐ ¡Tengo que contárselo a mi hermano! ‐dice la mujer, que se sienta como puede y
llama a alguien que está unas camas más allá‐. ¡Eddy, Eddy! ¡Está aquí! ¡Es Katniss
Everdeen!
Un chico de unos doce años se vuelve hacia nosotros. Las vendas le ocultan media
cara, y la mitad de su boca que queda al aire se abre como si fuera a exclamar algo.
Me acerco a él, le aparto los húmedos rizos castaños de la frente y murmuro un
saludo. No puede hablar, aunque su ojo bueno se clava en mí como si deseara
memorizar cada detalle de mis facciones.
Oigo que murmuran mi nombre, que corre como la pólvora por el aire caliente del
hospital.
‐ ¡Katniss! ¡Katniss Everdeen!
Los sonidos de dolor y pena se desvanecen y pasan a ser palabras ilusionadas. Me
llaman desde todas las esquinas. Empiezo a moverme y a aceptar las manos que me
ofrecen, a tocar las partes sanas de los que no pueden mover sus extremidades, a
decir: «Hola», «¿Cómo estás?», «Me alegro de conocerte». Nada importante, ningún
asombroso lema inspirador, pero da igual. Boggs tiene razón: es verme, verme viva,
lo que los inspira.
Los dedos hambrientos me devoran, quieren tocar mi carne. Mientras un hombre
herido me sostiene la cara entre las manos, doy gracias en silencio a Dalton por
sugerir que me lavara el maquillaje. Qué ridícula y perversa me sentiría
presentándome ante esta gente con aquella máscara pintada del Capitolio. Las
heridas, la fatiga, las imperfecciones… Así es como me reconocen, por eso soy uno de
ellos.
A pesar de la controvertida entrevista con Caesar, muchos preguntan por Peeta,
me aseguran que saben que hablaba bajo coacción. Hago lo que puedo por sonar
positiva sobre nuestro futuro, aunque todos se afligen muchísimo cuando descubren
que he perdido el bebé. Quiero ser sincera y contar a una mujer que llora que todo
fue una farsa, una táctica en el juego, pero decir ahora que Peeta es un mentiroso no
ayudaría a su imagen ni a la mía, ni a la causa.
Empiezo a entender mejor por qué se han esforzado tanto en protegerme, lo que
significo para los rebeldes. En mi lucha continua contra el Capitolio, que a veces me
pareció tan solitaria, no he estado sola. Tengo miles y miles de personas de los
distritos a mi lado. Ya era su Sinsajo mucho antes de aceptar el puesto.
Una nueva sensación empieza a germinar en mi interior, pero no logro definirla
hasta estar encima de una mesa despidiéndome de la gente, que corea mi nombre
con voces roncas. Poder. Tengo un poder que no conocía. Snow lo supo en cuanto
enseñé las bayas. Plutarch lo sabía cuando me rescató de la arena. Y ahora Coin lo
sabe, tanto que tiene que recordar en público a los suyos que no soy yo la que lo
controla todo.
Una vez fuera, me apoyo en el almacén, recupero el aliento y acepto la
cantimplora de agua de Boggs.
‐ Lo has hecho muy bien ‐me dice.
Bueno, no me desmayé ni vomité, ni huí gritando. Básicamente me dejé llevar por
la ola de emoción que recorría el lugar.
‐ Tenemos buen material ‐dice Cressida.
Miro a los cámaras insecto que sudan bajo el peso de su equipo y a Messalla
tomando notas; se me había olvidado por completo que me filmaban.
‐ La verdad es que no he hecho mucho ‐respondo.
‐ Tienes que aceptar el mérito de lo que hiciste en el pasado ‐replica Boggs.
¿Lo que he hecho en el pasado? Pienso en la senda de destrucción que dejo a mi
paso; me tiemblan las rodillas y tengo que sentarme.
‐ He hecho de todo.
‐ Bueno, no eres ni mucho menos perfecta, pero, tal como están las cosas, nos
tendremos que conformar contigo ‐responde Boggs.
Gale se agacha a mi lado, sacudiendo la cabeza.
‐ No puedo creer que los dejaras a todos tocarte. Temía que salieras corriendo de
un momento a otro.
‐ Cierra el pico ‐le digo, entre risas.
‐ Tu madre se va a sentir muy orgullosa cuando vea la grabación.
‐ Mi madre ni siquiera se fijará en mí, estará demasiado horrorizada por las
condiciones en las que están los enfermos ‐respondo, y me vuelvo hacia Boggs‐. ¿Es
así en todos los distritos?
‐ En la mayoría siguen los ataques. Estamos intentando llevar ayuda a donde
podemos, pero no basta.
Se calla un minuto, distraído por lo que le dicen a través del auricular. Me doy
cuenta de que no he oído ni una vez a Haymitch, así que toqueteo el mío por si está
roto.
‐ Tenemos que volver a la pista de vuelo de inmediato ‐dice Boggs, ayudándome a
levantarme‐. Hay un problema.
‐ ¿Qué clase de problema? ‐pregunta Gale.
‐ Se acercan bombarderos ‐responde Boggs; me pone la mano en la nuca y me
coloca el casco de Cinna en la cabeza‐. ¡Moveos!
Sin saber bien lo que pasa, salgo corriendo por la parte delantera del almacén en
dirección al callejón que lleva a la pista, aunque no percibo ninguna amenaza
inminente. El cielo está vacío, sin una nube. En la calle sólo se ven las personas que
llevan a los heridos al hospital. No hay enemigo ni alarmas. Entonces empiezan a
sonar las sirenas y, en cuestión de segundos, una formación en uve de
aerodeslizadores del Capitolio aparece volando bajo sobre nosotros y dejan caer sus
bombas. Salgo volando por los aires y me doy contra la pared principal del almacén.
Noto un dolor desgarrador justo encima de la parte de atrás de la rodilla derecha, y
también me ha dado algo en la espalda, aunque creo que no ha atravesado el chaleco.
Intento levantarme, pero Boggs me empuja de nuevo al suelo y me protege con su
cuerpo. La tierra tiembla bajo mí mientras siguen cayendo y detonando las bombas.
Es una sensación horrible estar atrapada contra la pared oyendo la lluvia de
explosiones. ¿Cuál era la expresión que empleaba mi padre para las presas fáciles?:
«Como pescar en un barril». Nosotros somos los peces y la calle es el barril.
‐ ¡Katniss! ‐me grita Haymitch al oído, sobresaltándome.
‐ ¿Qué? Sí, ¿qué? ¡Estoy aquí!
‐ Escúchame, no podemos aterrizar durante el bombardeo, pero es esencial que no
te vean.
‐ Entonces, ¿no saben que estoy aquí? ‐pregunto, ya que había supuesto que, como
siempre, era mi presencia lo que había provocado aquel castigo.
‐ Nuestros espías creen que no, que este ataque ya estaba programado ‐responde
Haymitch.
Entonces interviene Plutarch, con voz tranquila aunque enérgica, la voz de un
Vigilante Jefe acostumbrado a tomar decisiones bajo presión.
‐ Hay un almacén azul claro a tres edificios del vuestro. Tiene un búnker en la
esquina norte. ¿Podéis llegar hasta él?
‐ Lo intentaremos ‐responde Boggs.
Plutarch debe de haber sonado en los auriculares de todos, porque mis
guardaespaldas y equipo se están levantando. Busco a Gale con la mirada
instintivamente y veo que está de pie, al parecer ileso.
‐ Tenéis unos cuarenta y cinco segundos hasta el siguiente bombardeo ‐dice
Plutarch.
Dejo escapar un gruñido de dolor cuando mi pierna derecha recibe el paso del
resto del cuerpo, pero me sigo moviendo, no hay tiempo para examinar la herida y,
además, mejor no mirarla. Por suerte, tengo puestos los zapatos que diseñó Cinna; se
agarran al asfalto al contacto y suben con impulso al soltarse. No habría podido
moverme con el par que me asignaron en el 13. Boggs va en cabeza, pero no me
adelanta nadie más, sino que me siguen el ritmo para protegerme los costados y la
retaguardia. Me obligo a correr porque los segundos pasan. Dejamos atrás el
segundo almacén gris y corremos delante de un edificio de color tierra. Más adelante
veo una fachada azul desvaído, el almacén del búnker. Acabamos de llegar a otro
callejón y sólo nos queda cruzarlo para llegar a la puerta, cuando llega la segunda
oleada de bombas. Mi instinto hace que me lance al interior del callejón y que ruede
hacia la pared azul. Ahora es Gale el que se tira sobre mí para ofrecerme otra capa de
protección. Esta vez dura más, aunque estamos más lejos.
Me pongo de lado y me encuentro mirando a Gale a los ojos. Durante un instante,
el mundo desaparece y sólo existe su cara enrojecida, el pulso que le late en las
sienes, sus labios ligeramente abiertos intentando recuperar el aliento.
‐ ¿Estás bien? ‐me pregunta, y sus palabras quedan casi ahogadas por una
explosión.
‐ Sí, creo que no me han visto. Es decir, que no nos siguen.
‐ No, tenían otro blanco.
‐ Lo sé, pero ahí sólo está…
Los dos nos damos cuenta a la vez:
‐ El hospital.
Gale se levanta al instante y grita a los demás:
‐ ¡Están bombardeando el hospital!
‐ No es problema vuestro ‐dice Plutarch con firmeza‐. Id al búnker.
‐ ¡Pero sólo hay heridos! ‐exclamo.
‐ Katniss ‐me dice Haymitch por el auricular, y sé lo que viene después‐, ¡ni se te
ocurra…!
Me arranco el auricular y lo dejo colgando de su cable. Sin esa distracción oigo
otro sonido: ametralladoras que disparan desde el tejado del almacén color tierra del
otro lado del callejón: alguien responde al ataque. Antes de que puedan detenerme,
corro hacia una escalera de acceso y empiezo a subir, a trepar, una de las cosas que
mejor se me dan.
‐ ¡No pares! ‐me grita Gale por detrás.
Entonces oigo que estampa su bota en la cara de alguien. Si es la de Boggs, Gale lo
pagará con creces. Llego al tejado y me arrastro por el alquitrán; me detengo lo justo
para ayudar a Gale a subir, y los dos nos dirigimos a la fila de nidos de
ametralladoras colocados en la parte del almacén que da a la calle. Hay unos cuantos
rebeldes en cada uno. Nos metemos en un nido con un par de soldados y nos
agachamos detrás de la barrera.
‐ ¿Sabe Boggs que estáis aquí?
Es Paylor, que está a mi izquierda, detrás de una de las armas, mirándome con
curiosidad.
Intento ser evasiva sin mentir del todo:
‐ Sí que lo sabe, sin duda.
‐ Ya me lo imagino ‐responde ella, entre risas‐. ¿Os han entrenado con esto? ‐
pregunta, dándole una palmada a la culata de la metralleta.
‐ A mí sí, en el 13 ‐responde Gale‐, pero preferiría usar mis propias armas.
‐ Sí, tenemos nuestros arcos ‐añado, levantando el mío, hasta que me doy cuenta
de que tiene pinta de adorno‐. Es más mortífero de lo que parece.
‐ Lo suponía ‐responde Paylor‐. De acuerdo, esperamos al menos tres oleadas más.
Tienen que bajar sus escudos de invisibilidad antes de soltar las bombas, ésa es
nuestra oportunidad. ¡Quedaos agachados!
Me coloco para disparar con una rodilla en el suelo.
‐ Será mejor empezar con fuego ‐dice Gale.
Asiento y saco una flecha de mi funda derecha. Si fallamos, estas flechas
aterrizarán en alguna parte, seguramente en los almacenes del otro lado de la calle.
Un incendio puede apagarse, pero el daño de una explosión quizá sea irreparable.
De repente aparecen en el cielo, a dos manzanas de distancia y unos noventa
metros de altura: siete pequeños bombarderos en formación en uve.
‐ ¡Gansos! ‐grito a Gale.
Él entiende perfectamente lo que quiero decir. Durante la migración, cuando
cazamos aves, hemos desarrollado un sistema para dividirnos los pájaros y no
apuntar los dos a los mismos. Yo me quedo con el lado más alejado de la uve, Gale
con el cercano y después nos turnamos para disparar al pájaro delantero. No hay
tiempo para discutir más. Calculo la velocidad de los aerodeslizadores y lanzo la
flecha; le doy a la parte interior del ala de uno, que estalla en llamas. Gale no acierta
en el principal y vemos que se incendia el tejado de un almacén vacío frente a
nosotros. Suelta una palabrota entre dientes.
El aerodeslizador al que he acertado se aparta de la formación, pero suelta sus
bombas de todos modos. Sin embargo, no desaparece, ni tampoco el otro dañado por
los disparos. Supongo que no les funciona el escudo.
‐ Buen disparo ‐dice Gale.
‐ No apuntaba a ése ‐mascullo, ya que intentaba dar al que tenía delante‐. Son más
rápidos de lo que pensábamos.
‐ ¡Posiciones! ‐grita Paylor.
Ya aparece la siguiente oleada de aerodeslizadores.
‐ El fuego no sirve ‐dice Gale.
Asiento y los dos cargamos las flechas con puntas explosivas. Da igual, porque
esos almacenes del otro lado de la calle parecen abandonados.
Mientras los aviones se acercan en silencio, tomo otra decisión.
‐ ¡Me pongo de pie! ‐le grito a Gale, y lo hago.
Ésta es la posición con la que logro la mejor puntería. Apunto mejor y doy de
pleno en el avión de cabeza, abriéndole un agujero en la parte inferior. Gale le vuela
en pedazos la cola a un segundo, que da una vuelta y se estrella en la calle, haciendo
estallar su cargamento.
Sin advertencia previa, aparece una tercera formación en uve. Esta vez, Gale le da
sin problemas al avión principal, y yo destrozo el ala del segundo, que se estrella
contra el que va detrás. Los dos caen al tejado del almacén que está frente al hospital.
Un cuarto cae derribado por las ametralladoras.
‐ Bueno, ya está ‐dice Paylor.
Las llamas y el denso humo negro de los aviones nos impiden la visión.
‐ ¿Han acertado en el hospital?
‐ Seguramente ‐responde ella con tristeza.
Corro hacia las escaleras del otro extremo del almacén, y me sorprendo al ver a
Messalla y a uno de los insectos salir de detrás de un conducto de ventilación. Creía
que seguirían agazapados en el callejón.
‐ Empiezan a caerme bien ‐comenta Gale.
Bajo a toda prisa la escalera y, cuando llego al suelo, encuentro esperándome a un
guardaespaldas, a Cressida y al otro insecto. Imaginaba que opondrían resistencia,
pero Cressida me hace un gesto hacia el hospital. Está gritando:
‐ ¡Me da igual, Plutarch! ¡Dame cinco minutos más!
Como no soy de las que rechazan las invitaciones, salgo corriendo por la calle.
‐ Oh, no ‐susurro cuando veo el hospital. Lo que solía ser el hospital.
Dejó atrás a los heridos, a los aviones que arden, con la vista fija en el desastre que
tengo delante. Gente gritando, corriendo como locos, pero sin poder ayudar. Las
bombas han hecho que se derrumbe el tejado del hospital y han incendiado el
edificio, atrapando sin remedio a los pacientes. Un grupo de rescatadores se ha
reunido para intentar abrir un paso al interior, aunque yo ya sé lo que encontrarán: si
los escombros y las llamas no han acabado con ellos, lo habrá hecho el humo.
Gale aparece a mi lado, y el hecho de que no haga nada confirma mis sospechas.
Los mineros no abandonan un accidente a no ser que no tenga remedio.
‐ Venga, Katniss, Haymitch dice que ya pueden recogernos con un aerodeslizador
‐me dice, pero no consigo moverme.
‐ ¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué matar a gente que ya se estaba muriendo? ‐le
pregunto.
‐ Para asustar a los demás, para evitar que los heridos busquen ayuda. La gente a
la que has conocido era prescindible, al menos para Snow. Si el Capitolio gana, ¿qué
va a hacer con un puñado de esclavos deteriorados?
Recuerdo todos esos años en el bosque, escuchando a Gale despotricar sobre el
Capitolio mientras yo no prestaba mucha atención. Me preguntaba por qué se
molestaba en diseccionar sus motivos, por qué iba a importar aprender a pensar
como el enemigo. Está claro que hoy sí podría haber importado. Cuando Gale
cuestionó la existencia del hospital no estaba pensando en enfermedades, sino en
esto, porque él nunca subestima la crueldad a la que nos enfrentamos.
Le doy la espalda lentamente al hospital y me encuentro con Cressida flanqueada
por los insectos a un par de metros de mí. Permanece impasible, incluso fría.
‐ Katniss ‐me dice‐, el presidente Snow acaba de retransmitir en directo el
bombardeo. Después ha hecho una aparición para decir que es su forma de enviar un
mensaje a los rebeldes. ¿Y tú? ¿Te gustaría decir algo a los rebeldes?
‐ Sí ‐susurro, y la luz roja parpadeante de una de las cámaras me llama la atención;
sé que me graban‐. Sí ‐digo con más énfasis; todos se alejan de mí (Gale, Cressida, los
insectos) para cederme el escenario, pero sigo concentrada en la luz roja‐. Quiero
decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde el Capitolio
acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños desarmados. No
habrá supervivientes ‐aseguro, y la conmoción da paso a la furia‐. Quiero decirles
que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con justicia, están muy
equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen ‐añado, levantando las
manos automáticamente, como señalando el horror que me rodea‐. ¡Esto es lo que
hacen! ¡Y tenemos que responder!
Me muevo hacia la cámara, llevada por la rabia.
‐ ¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo
tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos
hasta los cimientos, pero ¿ves eso?
Uno de los cámaras sigue mi dedo, que señala los aviones que arden en el tejado
del almacén que tenemos delante. Se ve claramente el sello del Capitolio en un ala, a
pesar del fuego.
‐ ¡El fuego se propaga! ‐grito, decidida a que oiga todas y cada una de mis
palabras‐. ¡Y si nosotros ardemos, tú arderás con nosotros!
Mis últimas palabras quedan flotando en el aire. Es como si se hubiera parado el
tiempo, como si estuviera suspendida en una nube de calor que no surge de lo que
me rodea, sino de mi interior.
‐ ¡Corten! ‐exclama Cressida, y su voz me devuelve a la realidad y extingue mi
fuego; asiente para darme su aprobación‐. Toma buena.

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